Fanatismo: los "verdaderos creyentes"
Una de las cosas que más aturde y espanta de la violencia terrorista es la convicción que anida en sus ejecutores. Si lo pensamos bien, sin esa fe que les asiste no serían capaces de producir tanto daño y mal como hacen. El criminal a secas está mal visto en nuestro mundo de razones. A cambio, el asesino “por un ideal”, el que sea, parece que lleva ya media justificación de ventaja. Al punto de que, cuando no somos capaces de entender en qué consiste su ideal, nos refugiamos precisamente en eso, en nuestra incomprensión, y tendemos a culparnos por ella en lugar de afrontar con valentía otra verdad incómoda: el mal existe y los malos también.
Pero, eso sí, la mayoría de los malos se hacen más que nacen. Una manera trascendente de entender los ideales, un “cierre cognitivo” consistente en confundir deseos con realidad, una vivencia permanente en el seno de un grupo cerrado y ajeno a otras opiniones, una construcción continua del argumento victimista o la percepción inapelable de la injusticia cercana pueden hacer de los individuos “verdaderos creyentes”.
Los actores del terrorismo global actual tienen en parte más que ver con la religión que con la política. Sin estar disociadas una y otra, no cabe duda de que sus maneras de creer y hacer se acercan más a lo primero. Los tenemos identificados como unos de esos “verdaderos creyentes”. Pero, rascando en lo auténtico de las cosas, no resultan tan distintos: su pensar es el mismo porque la construcción del fanático responde a los mismos mecanismos, más allá de cuál sea su ideal.
Lo problemático, entonces, no resulta tanto el diagnóstico, demasiado común, como la terapia. ¿Cómo prevenir la emergencia de fanáticos a partir de vivencias sectarias? Diferentes experiencias prácticas advierten de partida sobre lo que no hay que hacer: actuaciones que criminalicen y encierren todavía más a los individuos en el férreo grupo y en sus convicciones. A partir de ahí hay un amplio campo de actuación, muy ligado, como siempre, a los momentos iniciales de formación de la identidad personal. La escuela y los grupos informales juveniles vuelven a ser los escenarios privilegiados. En esos ámbitos se impone una formación soportada en la contingencia y en el aprendizaje del individuo para la gestión de su vida. Todo lo contrario de las seguridades de lo trascendente, de las explicaciones teleológicas, de la primacía del grupo sobre el sujeto. En los primeros pasos del individuo humano la soledad del yo es gélida y el calor de la tribu se aprecia como nunca. Es uno de los descubrimientos trágicos de nuestra Modernidad. Sin embargo, no hay otra que insistir en ello. Sin convertir las referencias de esa Modernidad es nuevos dioses: la razón, el individuo, la libertad…, no cabe duda de que formar a los jóvenes en esos preceptos puede ser un mecanismo preventivo mejor que solazarnos, como muchas veces hacemos, en los fáciles entusiasmos grupales, sean los que sean estos. ¿Quién dijo que vivir en libertad fuera fácil?
De esto se habló en el XV Seminario de la Fundación Fernando Buesa Blanco. Y lo hicieron expertos capaces de suscitar una reflexión operativa para que lo que hemos vivido aquí se reproduzca lo menos posible en cualquier otro lugar del planeta. En breve podremos contar con la publicación que recoja sus aportaciones. Será el adecuado colofón a esos dos días de pensamiento libre.