El
pasado 22 de febrero, con el título
“Reconocer para reconocernos”,
conmemoramos el XXIII In Memoriam,
en recuerdo de los asesinatos de
Fernando Buesa Blanco y de Jorge
Díez Elorza.
Las
víctimas y la propia sociedad en la
búsqueda de la verdad sobre los años
de violencia terrorista necesitamos
conocer lo ocurrido.
Sara
Buesa, en una emotiva intervención,
nos recordó la importancia de lo
cotidiano, de las pequeñas cosas, de
esos momentos que dan sentido a una
vida y que nutren los proyectos e
ilusiones de las personas.
El
amor a la vida, a los seres queridos
funciona como una argamasa necesaria
para sobrellevar el zarpazo de la
violencia que provocó una herida
irreparable, un daño permanente.
También
el mal, la barbarie terrorista, como
nos recuerda Joseba Eceolaza, en
muchas ocasiones, se manifiesta en
los detalles. La verdad del horror
está también en las pequeñas cosas,
en la suma de miedos, silencios,
indiferencia hacia el mal ajeno,
pero también en delaciones,
señalamientos, en la falta de
compasión, en las amenazas y el
acoso que hicieron posible que
sucediera el ‘Mal’ con mayúsculas.
La
historia del terrorismo se conforma
con las historias concretas, con las
historias personales de las
víctimas, pero también con las
historias de los que asesinaron, de
los que les alentaron, de sus
cómplices, de los que jaleaban sus
acciones, de los que miraban para
otro lado.
Jon
Sistiaga nos recordaba desde su
experiencia que el “no matarás” es
un imperativo ético y religioso
universal. Constataba que en los
muchos conflictos que ha conocido en
todo el mundo se reproducían la
mayoría de los patrones de conducta
que se daban en nuestra propia
realidad.
La
construcción de narrativas de odio,
de criminalización del disidente,
era el caldo de cultivo que
propiciaba el uso de la violencia,
la eliminación del otro.
Las
historias concretas, nuestra propia
historia nos interpela para
encontrar la verdad en primera
persona, porque la historia del
terrorismo en Euskadi es nuestra
propia historia.
Es
una mirada desde lo humano, desnuda
de prejuicios ideológicos, la que
nos obliga, en un espejo simbólico,
a reconocernos a nosotros mismos
para reconocer a los otros. Los que
convirtieron a las víctimas en algo
prescindible, que sobraban en el
modelo de sociedad que querían
construir, lo que justificaba su
eliminación, deberán asumir el daño
causado a personas concretas no a
entelequias o símbolos creados.
Quienes ejercieron la violencia
deberán recuperar su propia
humanidad con el reconocimiento de
la iniquidad de sus acciones.
Este
reconocimiento mutuo, esta necesidad
de reconocerse para reconocer al
otro es necesaria para la
consecución de la comunidad vasca
que anhelamos.
En
palabras de Sara Buesa necesitamos
una sociedad vasca que afronte su
historia, se mire en las víctimas y
se haga consciente de la destrucción
y el sufrimiento causados por el
terror. Una comunidad compasiva que
se comprometa a aprender formas de
proteger nuestra vida en común. Una
comunidad integradora que tenga en
cuenta a todas las personas para
construir un proyecto de país y de
convivencia.