La nueva normalidad vasca
La denominada “nueva normalidad” es un “palabro” relacionado con el COVID-19. Pero los vascos, además del virus de la pandemia, tenemos entre nosotros otro virus: el de la intolerancia y el fanatismo hasta llegar al odio. Sufrimos durante cincuenta años un estado de alarma con ETA, asesinando extorsionando, secuestrando y amenazando, y hemos realizado la correspondiente desescalada del virus vasco también en fases: la fase I al terminar el terrorismo en 2011, la fase II con el desarme de 2017 y la fase III con la definitiva desaparición de la banda en 2018. Y tras ellas, una “nueva normalidad” vasca.
Pero, al igual que con el COVID, el virus vasco del fanatismo sigue entre nosotros y rebrota con periodicidad en diferentes escenarios. El último, el atentado a la tumba en la que reposan las cenizas de Fernando Buesa. También hemos sufrido rebrotes con los homenajes a etarras presos tras su puesta en libertad o con los ataques a partidos políticos, e incluso con ataques dirigidos contra sus dirigentes, más concretamente contra Idoia Mendía y su marido Alfonso Gil.
Y la reacción ante unos hechos que debieran concitar la condena unánime de la sociedad vasca es desigual, como el uso de las mascarillas. Hay quien responsablemente las utiliza para no trasmitir el COVID, hay quien las usa de bufanda, de orejera o de pulsera, y hay quien directamente no se la pone, aunque la lleva en el bolso.
En el último atentado referido hemos asistido a una repulsa muy general de asociaciones e instituciones que han condenado sin paliativos el ataque. Son los de las mascarillas puestas, y lo agradecemos sinceramente. Pero hemos asistido también a una cierta pasividad ciudadana ante hechos tan graves, aunque si les preguntáramos seguro que los condenarían; son los de la mascarilla-bufanda. Lo más grave, a nuestro juicio, es la reacción de los que no usan la mascarilla, se niegan a condenar semejantes atrocidades, pero la tienen en el bolso en forma de rechazo, metalenguaje para ocultar su posicionamiento de ausencia total de autocrítica sobre la violencia de ETA y derivados. Algo que hemos conocido hace muchos años, pero que últimamente parece que a algunos les es más que suficiente para blanquear su pasado de apoyo al asesinato del diferente.
Y no es baladí, la diferencia entre rechazo y condena. Son términos distintos que expresan sentimientos también diferentes. Porque se puede rechazar una invitación a cenar sin que sea un insulto para el anfitrión, se puede rechazar una posición ideológica legítima sin demonizar por ello a sus seguidores, incluso se puede rechazar la cercanía de una persona sin que ello suponga condenarla al ostracismo. Pero en ninguno de todos esos supuestos hay condena.
La condena supone una carga moral negativa y sin paliativos contra aquello o aquellos a quienes rechazamos. Supone su calificación como un acto o un individuo inmoral o censurable. Pues bien, el mundo de Sortu no quiere utilizar el término condena por lo que supone de reproche moral o ético a su trayectoria. Por eso, el rechazo que hemos escuchado tras el ataque a la tumba de Fernando no lo objetamos, pero sí que criticamos la cobardía de no utilizar el término condena.
Y así como el mejor antídoto contra el COVID será la vacuna, la mejor vacuna contra el virus del fanatismo será la autocrítica de quienes durante demasiados años apoyaron el terror y, junto a ella, la pedagogía de la defensa de la libertad y del pluralismo que deberán realizar dentro de su mundo.